lunes, 19 de marzo de 2012

Otra historia americana

Era verano y las camisas empapadas en sudor nos delataban.
Por aquellos tiempos mis amigos y yo contábamos con 12 años, excepto Ronald, que nos sacaba 2 primaveras a todos.
Mientras veíamos la tele nuestras madres nos preparaban bocatas untados en mantequilla de cacahuete o con tabletas de chocolate en el interior, normalmente acompañados de un vaso de leche muy fría. Solo Ronald podía tomar café puesto que era el mayor de todos los que estábamos allí.
Ronald era el hijo de Peter Mclaughlin, un empresario ávido cuyo imperio se expandía por toda Alabama. Los otros chicos de mi edad eran Jack, Mike y Edward.
Jack y Mike pertenecían a familias de origen británico que emigraron tres generaciones atrás.
Edward  era judío. Su abuelo sobrevivió a los campos de exterminio Nazi y cuando nuestro país liberó a los judíos de los alemanes su abuelo fue uno de los muchos europeos que vinieron a instalarse en nuestras ciudades.
Y bueno, yo soy yo, un chico normal y corriente, americano hasta la médula desde que nací. Mis antepasados no son ni judíos ni europeos ni latinos. Se podría decir que soy un americano puro 100%, descendiente de esos valientes pistoleros del sur que combatían contra los indios, montados en caballos con sombreros y ramitas en la boca.

Siempre odié a esos chicanos que paseaban por nuestras calles. No tenía nada en contra de los europeos, ni tampoco nada contra los judíos. Solamente odiaba a esos jodidos latinos con sus camisas de flores horteras y su estúpida forma de hablar. Mi odio se extendía a toda Latinoamérica, principalmente a los cubanos.
Mi padre siempre decía que nuestra nación estaba siendo infectada por mexicanos y cubanos borrachos que lo único que hacían era manchar el nombre de nuestra patria, la más poderosa que había conocido el mundo. Hablaba con orgullo de nuestras victorias en guerras contra los enemigos y de cómo nos habíamos convertido en símbolo de liberación y poder alrededor del globo terráqueo.

A las 7 años, mi padre me regaló mi primera pistola pero la cambié dos años después por un revolver del 38.

Había aprendido a disparar sin que me temblaran las manos, lo cual me hacía sentir seguro y peligroso.
A veces amenazaba a esos putos chicanos por la calle cuando me miraban más de la cuenta. Les decía que mantuvieran la mirada baja cuando pasasen por mi lado, de lo contrario no tendría más remedio que llenarles las putas cabezas de balas. Y así hacían los muy cobardes.

Aquel verano Ronald enfermó de cáncer. Su padre movió cielo y tierra para buscar una cura para su hijo. Lo llevó a los hospitales más prestigiosos de EEUU, incluso viajó a Europa buscando la ayuda que nunca encontró. Murió al verano siguiente, casi irreconocible.
Aquello marcó nuestras vidas de algún modo. Hasta entonces éramos niños que jugábamos en la calle sin pensar en el futuro. Corríamos de un lado a otro, nos imaginábamos combatiendo en guerras por selvas asiáticas rodeados de amarillos hijos de putas, pensábamos que la muerte era algo para viejos que ya habían vivido su vida y  que no tenían nada más que ofrecer al mundo.
Aquello provocó que cada minuto de mi vida pensase que era el último. Incrementó mis paranoias sobre la vida y cada resfriado, dolor o anomalía en mi cuerpo eran motivos para creer que mis días finales estaban cerca.
Todo lo que me había hecho fuerte en mi infancia, como el orgullo de la nación, las armas y el espíritu americano que mi padre me había infundado, se habían desmoronado como torres de arena ante el tornado de la muerte.



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