sábado, 24 de marzo de 2012

Entre las farolas de aquel parque.

Miraba su reloj como queriendo borrar las horas que le quedaban conmigo.
Nunca un silencio había sonado tan violento entre nosotros. El cigarro se consumía al borde de sus labios sin pintar y el rímel de sus ojos galopaba por su mejilla hasta desembocar en el pañuelo verde que le regalé.
Aquel pañuelo llevaba su perfume clavado como un puñal en mi estómago, centro de todos mis dolores y castigos en aquella noche que ignoré durante años.

Parecía cansada y con razón, nunca supe valorarla. Sus ojeras eran lagunas vacías a las que el tiempo no supo perdonar, su cabello casi gris se antojaba áspero y salvaje cuando el viento le golpeaba con firmeza. Era tan débil que un susurro hubiese roto su figura, por eso permanecí callado, mirándola como queriendo decir algo con los labios, cuando en realidad mi mirada era la que hablaba.
Hice el amago de tocarla pero se apartó y no tuve más remedio que retraerme. Quise decirle cuanto lo sentía y todas esas cosas que se añaden a una frase para que suene más bonita, pero me pudo el llanto interno y preferí que esas lágrimas del alma no saliesen por mis ojos.

Sólo allí comprendí lo que la vida no me había dejado ver durante años. Creía haber tenido una mujer a la que quería con certeza y cuyo amor siempre me había sido correspondido. Es sabido que al principio todo es nuevo y excitante. El primer beso, la primera vez que la desnudas, el primer mes, el primer año... Y ahí se acaba todo. Comienzas a quererla por costumbre, la ves ahí y piensas: Es mi chica, ella me quiere, yo la quiero y eso es suficiente.
Se acaban los detalles, las sorpresas, las aventuras, incluso el sexo se hace monótono y aburrido, todo forma parte de un esquema cada vez menos complejo y sistemático.
Empiezas a olvidar sus gustos, sus problemas y sus necesidades hasta que te das cuenta de que ya no es una pareja lo que formas, sino una unión entre dos desconocidos que realizan acciones cotidianas por norma, para no perder el hábito y la rutina.

Me asusté al despertar de aquel pensamiento y ver que sus ojos ya no observaban su reloj sino mis lágrimas.
Ni me había dado cuenta de que por mi rostro se deslizaba la prueba de mi derrota. No tardé en borrarlas de mi piel, lo último que hubiera querido es que ella me viera en aquella vergonzosa situación.
Me precipité a excusarme por ello pero las palabras se quedaron atrapadas en mi boca, únicamente abrí los labios como queriendo coger aire para disculparme por todos los momentos que perdimos, pretendiendo decir en una frase todo lo que no había dicho en 20 años.

Sólo antes de que mi primera palabra manchase aquel silencio casi eterno ella alzó su dedo y colocándolo frente a mis labios me susurró: No digas nada, debo irme. Y cogiendo su bolso color crema despareció entre las farolas de aquel parque, no sin antes apagar su cigarro sobre el césped que pisábamos.

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